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Oil in Canvas de Edward Hopper


Desde mi ventana, veo a mi vecino en su salón como en un lienzo de Edward Hopper. Ya lleva tres días encerrado en casa, cuando lo normal hubiera sido oficina, gimnasio, lavandería y supermercado. En bucle, como las cuatro canciones de la lista de los 40 principales. Parece más nervioso de lo habitual, haciendo llamadas mientras no separa la vista de la televisión. En cualquier otra ocasión se hubiese sentado en el salón a ver Netflix a las 9 de la noche, tras desabrocharse el traje, devorando un menú de comida rápida que le hubiese traído algún repartidor autónomo. Hoy no es la cena, sino el almuerzo, ha sacado el chándal del altillo de un armario, y no es el último capítulo de Black Mirror, sino los informativos. Los dos primeros días de esta extraña situación, el repartidor dejó la bolsa de papel, llamó al timbre y se fue sin esperar a que la puerta se abriese.

Hoy mi vecino ha decidido cocinar. Ayer estuvo revolviendo los cajones y mirando fotos antiguas y encontró un viejo recetario escrito a mano por su abuela, que le había regalado de niño, cuando ella lo empleaba de pinche de cocina en aquellos domingos de puchero con “pringá” para sus cinco hijos y doce nietos. Mi vecino ha recordado que le gusta cocinar, que comer no es sólo una necesidad fisiológica o una excusa para enseñar en Instagram que gasta su dinero en algas wakame en el último japonés de moda. Ha descubierto que cocinar es más que eso, que el laurel huele a infancia y el gazpacho caliente sabe a familia, a la grande, a la que se apretaba los domingos cuando su abuela vivía. Ha entendido que el slow-food no se ha inventado en Madison Avenue.

Antes de comer, mi vecino ha cancelado un viaje que tenía previsto para dentro de dos semanas pasar sus merecidas vacaciones en París. El vuelo le salió más caro de lo que le hubiese gustado porque caía en puente, pero había pensado que para eso trabajaba sesenta horas semanales, que se lo merecía. La agencia de viaje le ha dado la opción de cambiar la fecha para más adelante manteniendo el precio, pero ha decidido que cuando salga de su casa no visitará la torre Eiffel, sino las adoquinadas calles de su pueblo por las que hace un par de años que no pasea, regadas de fachadas encaladas y vistas a la sierra. La cena anónima en el Bistró del barrio latino la va a cambiar por la de “Casa Juan”, donde con suerte coincida con amigos de su infancia, y aprovechará esos días para pasear por el campo y coger tagarninas, otro de los ingredientes frescos que nunca faltaba en sus añoradas comidas dominicales.

Mi vecino ha descubierto que llevaba diez años sin aburrirse, sin pararse a pensar. Cumpliendo objetivos laborales como el que persigue una zanahoria llamada felicidad. Mi vecino lleva diez años esperando a Godot y de repente ha descubierto que lo estaba buscando en el lugar incorrecto, en un lugar al que no llegan las personas, donde el tiempo no se regala a los amigos, sino que se vende al mercado. En una vía donde el tren de las humanidades hace tiempo que no pasa. Ha descubierto el placer de la lentitud, de disfrutar de un libro sin pensar en el porcentaje hasta el punto final, perdiéndose por sus páginas como si de las calles de París se tratasen. Ha descubierto que la ciudad de Jean Valjean se disfruta más lentamente en 500 páginas de Victor Hugo que en una hora de Air France y diez días de Hotel Boutique. Que Quasimodo en Notre Dame es más auténtico que el McDonalds que hay enfrente. Ha entendido que, como para Cervantes o Tolkien, el confinamiento forzoso puede ser la más fructífera musa. Decide empezar a pintar. Se decanta por un cuadro de un artista ruso que pintó una revolución, la que inspiró a un médico argentino a convertirse en comandante de otro pueblo, con acento caribeño y sabor a azúcar y ron. Un guerrillero que fue recitado por el mismo poeta con guitarra que cantó a una mujer con sombrero, el cuadro del viejo Chagal que mi vecino pinta.  Mi vecino cierra los ojos y se da tiempo de escuchar música, sólo escuchar música, sin que ésta acompañe a otra actividad, y descubre que “lo más terrible se aprende enseguida, mientras que lo hermoso nos cuesta la vida”.

Mi vecino ha abierto los ojos y me ha visto mirándole por mi ventana. La ha abierto y me ha saludado por primera vez en diez años. Dice que no puede salir, pero me ha dado una manta y un plato de comida que promete renovar cada día y me ha preguntado cómo llegué a vivir en la calle. Le he contestado que la respuesta la anticipó Frankenstein y los relatos de Shirley Jackson. La invisibilidad y marginalidad de algunos monstruos creados por una sociedad que ha dejado de ser social. Le cuento la historia de una antropóloga que, preguntada por el primer signo de civilización humana, afirmó que no era la olla de barro ni los útiles de piedra, sino un fémur sanado. Una fractura en el reino animal supone la muerte. El humano vivió porque lo cuidaron y protegieron el tiempo suficiente para que sanara.

Estoy manteniendo largas charlas con mi vecino a través de la ventana. Me habla de que había olvidado la importancia de la comunidad sobre lo individual, de lo cercano sobre lo importado, de lo humano sobre lo económico, el valor de las pequeñas cosas y la importancia de aburrirse para apreciar la belleza. Piensa que ayudar a un vecino le haría más feliz que el bonus que le paga su empresa por vender su tiempo a objetivos trimestrales, por sacrificar la lentitud, por olvidar la vecindad. Piensa todo eso. Pasan las semanas. La rutina se impone y el tiempo vuelve a acelerarse... Yo sigo mirando, por mi ventana.

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